lunes, 25 de septiembre de 2017

Por favor, me matarías...

Carla vivía con sus padres en la última casa de una calle de tierra que termina en un bosque de fresnos detrás del cual comienza el lago. Era la hija única de un matrimonio tradicional donde reinaban el miedo, la distancia y un conveniente silencio debajo del cual se presuponía una felicidad que no existía; en el que callarse y no decir, preferir mirar sin ver era la forma que habían encontrado para hacer de cuenta de que todo funcionaba. De esconder las miserias debajo de la alfombra. Apoyados en el supuesto falso de que lo único que una familia necesita es un techo y platos llenos de comida daban por cumplidos los requisitos de la dicha y Carla fue creciendo en un ámbito donde ninguno escuchaba al otro ni lo miraba con atención. Donde nadie se preocupaba por lo que le pasaba realmente.
Antes de su primer aniversario de casados la pareja era una unión sin esperanzas y ambos se habían aburrido de la convivencia, del otro y de sí mismos. Sabían que su matrimonio no iba a ser más de lo que había sido hasta entonces; pero no les importaba porque la niña eclipsaba con sus inocencias las angustias propias y el resentimiento compartido que comenzaba a generarse.
El padre era un hombre duro. Un campesino que había llegado al pueblo hacía más veinte años con una valija de madera y modestos sueños de prosperidad, para trabajar en la fábrica de neumáticos de la provincia, huyendo de un futuro severo y hostil que, en el campo, lo esperaba a la vuelta de la esquina. Pese a que era parco y llano, se las había arreglado para conocer a su futura esposa un sábado de fiesta en la plaza principal, con baile y fuegos de artificio. Vio a Clara llegar a la fiesta de la mano de su madre. Llevaba un vestido que alguna vez fue azul y zapatos nuevos. El pelo negro le caía sin gracia sobre los hombros diminutos. En su rostro se adivinaba la encrucijada de la niña convirtiéndose en mujer. Se enamoró de sus mejillas. De sus ojos que admiraban la sorpresa de esa fiesta sin euforia.
Clara era la hija sumisa de un comerciante del pueblo. Como su padre no confiaba en sus posibilidades intelectuales, después de haber terminado la primaria la inscribió en un curso de corte y confección, por considerar lo más apropiado para una mujer que sólo iba a dedicarse a ser esposa y madre, y haría la ropa para toda la familia. En la fiesta, soportó el acoso de Raúl hasta último momento y recién aceptó bailar con él las dos últimas chacareras de la noche, justo cuando su madre comenzaba a recoger los abrigos que habían colgado de los respaldos de las sillas.
 A día siguiente él la buscó a la salida de la misa y conversaron un momento en la puerta de la panadería a la que la madre de Clara había entrado a comprar sus tortas fritas. Un año después Raúl entró a su casa y pidió su mano formalmente durante una cena con mantel blanco y candelabros de bronce de tres velas y dos años más tarde se casaron por iglesia.
Los primeros años de casados transcurrieron dentro de una somnolencia, de un letargo que rápidamente volvió todo previsible. La pasión había pasado fugazmente por su cama sin matices y sólo les quedaban los efímeros encuentros para cumplir con el mandato de la procreación. A Clara la maternidad la asustaba y el parto le producía tanto terror que, cada mes lloraba de tristeza antes de que le llegara la menstruación, y de alegría cuando le venía. Nunca creía estar lista para el enorme cometido de ser madre y no estaba segura de amar a su marido. Pero un poco porque Raúl la atosigaba y otro poco porque pensaba que un hijo podría darle a la pareja algo de unidad, luego de muchos años de casados; por fin nació a Carla. No estaba tan errada, la llegada de la niña trajo cierto bienestar a aquella familia sin tonalidades y por unos años sacó a la luz la mejor parte de los dos. Sus costados más amables. Una leve ilusión de placidez que hacía más llevadero el tedio y la distancia.
La niñez de Carla fue tranquila y rigurosa; pero bastante feliz. Era la niña de la casa y cada uno por separado, los padres, la colmaron de regalos y de mimos. Pero a medida que fue creciendo, se fue revelando en ella una personalidad indócil y turbulenta que les resultaba difícil controlar sin caer en la violencia o recurrir al oscuro misterio de un Dios indiscreto y vengativo a quien debía rendirle cuentas cada domingo de misas en la iglesia. Cuando entró a la secundaria debía viajar dos horas cada día y sólo estaban juntos los tres a la hora de la cena y los fines de semana. Carla pasaba en la escuela todo el día y cuando se levantaba a la mañana, su padre ya había salido para el trabajo. Él llegaba de trabajar apenas entrada la noche, se sentaba en el sillón a entrever una televisión de blanco y negro y tomaba una cerveza mientras Carla hacía que hacía la tarea y Clara preparaba la comida. Luego se sentaban a la mesa y los tres, tomados de la mano, le agradecían a su Dios propio por los alimentos que iban a comer. Hasta que ella tuvo trece años iban juntos a la iglesia los domingos; pero pronto Carla descubrió la hipocresía de las misas y el matrimonio comenzó a ir sólo. Ya no eran felices; pero ninguno de los dos había pagado, todavía, sus pecados y la niña aún no los había cometido. Todos en la fábrica sabían que Raúl tenía una amante a quien veía dos o tres veces por semana y las vecinas varias veces habían visto entrar a la casa a un caballero alto y rubio cuando la niña se iba a la escuela. Sin embargo los domingos en la iglesia se veían extasiados al escuchar los sermones del cura. Fieles y devotos a una religión que no les preguntaba nada, siempre y cuando siguieran aportando sus limosnas habituales y ayudando en las kermeses.
La casa familiar era la última de la cuadra, en una calle de tierra con pasto bien cortado en las veredas y una zanja poco profunda en la que se almacenaba el agua de lluvia, a un kilómetro del lago. Tenía un jardín con un naranjo y dos hileras de magnolias indicado el camino hacia la entrada. Se entraba  por una puerta de dos hojas con banderola y ventiluces; pero por un capricho arquitectónico de los dueños anteriores, todos los cuartos tenían también una puerta que daba al jardín. Mientras Carla fue una niña, la puerta de su cuarto no representaba nada para ella; pero aún así el padre, para desalentar cualquier posterior iniciativa perniciosa, había montado sobre ella unos estantes de madera para que la pequeña colocara sus muñecas. Pero cuando cumplió los quince años todo cambió. Se sentía ahogada dentro de la implacabilidad de su familia y la puerta pasó a ser una posibilidad y una ilusión. Una alternativa para gastar por adelantado algunas de las aventuras que le tenía reservadas la juventud. Como sólo el padre tenía la llave, se desvelaba pensando cómo conseguirla hasta que una noche de año nuevo en la casa, el padre dejó el llavero sobre la mesa en medio de la fiesta y ella sacó la llave en un descuido y al día siguiente hizo una copia. El primer problema estaba resuelto, tenía la llave de la puerta. Ahora tenía que vencerse a si misma. Superar ese miedo virginal que conllevan las primeras transgresiones. Animarse a abrir esa puerta detrás de la cual la esperaba un mundo de maravillas y sorpresas. Escaparse sin que sus padres lo notaran. 
Pasaron varios meses hasta que por fin una noche de verano se atrevió. Ya había cumplido los quince años; pero no era una chica feliz. Algo oscuro que había nacido dentro de ella en alguna tarde de su niñez apenas olvidada se estaba multiplicando y avanzaba por su mente. Necesitaba probarse a así misma y prepararse para tener la vida que había decidido que tendría. Estaba segura de que el escándalo de los ventiladores ocultaría el ruido de la cerradura. Esperó hasta la noche del sábado, pues sabía que era el día en que sus padres tenían relaciones y puso a prueba la eficacia de su plan. Presa de un gran pánico y con el mayor sigilo metió la llave en la cerradura, la giró tan lentamente como pudo y movió el picaporte sin respirar. Salió sólo unos minutos. Respiró con fuerza el aire seco de la calle, la libertad de madrugada que tenía el olor dulzón de las naranjas ya maduras y entró enseguida. Por un momento se olvidó de sus penurias, de la  insatisfacción que le provocaba la falsa moralina que sus padres intentaban que reinara en el hogar y que sólo fomentaba su insolencia. Cuando volvió y cerro la puerta, se tendió de espaldas en la cama y experimentó una sensación que se parecía bastante a la felicidad. A la libertad. A la primera satisfacción por logro propio. Le costó dormirse después de tanta excitación. Al día siguiente lo comprobó, había tenido éxito, sus padres no la habían escuchado.
Con el correr de los meses y los años salía de su casa tres o cuatro veces por semana. Primero eran vueltas manzana inocentes con sus amigas de la escuela y muy de vez en cuando con algún compañero. El tiempo la había convertido en una joven hermosa y supo pronto que nunca le faltarían pretendientes. Cuando las salidas perdieron la inocencia y se volvieron más largas, tenía la precaución de volver antes de que sus padres despertaran y se ponía el camisón encima de la ropa y esperaba despierta hasta que la madre fuera a despertarla. Entonces se metía de urgencia en el baño con el pelo, que ella  misma se desordenaba, tapándole la cara y se duchaba pare sacarse la noche y el rimel de sus ojos y se sentaba a desayunar sin remordimientos.
Pero todo cambió aquella mañana de septiembre cuando Carla no se levantó luego de los llamados de su madre. Sorprendida por la falta de respuesta, la mujer entró al cuarto y sólo vio la cama intacta vacía. La noche anterior Carla había llegado tarde luego del ensayo de la obra y se había ido a dormir sin cenar porque dijo estar muy cansada. La madre la había esperado como todos los jueves a la noche, porque sabía que los ensayos eran largos y tediosos y Carla llegaba a casa rendida y con hambre. Pero esa noche no quiso comer, se despidió de ella con un beso en la frente y se fue a acostar.
Alarmada, la mujer fue a buscar al marido al trabajo, y ambos fueron a la comisaría del pueblo donde un oficial semi dormido y gordinflón los escuchó tan atentamente como pudo. Pronto se puso en marcha un operativo para encontrarla. Los investigadores llegaron de otros pueblos vecinos y comenzaron la búsqueda en la casa y, en el cuarto de la joven. Debajo del colchón de su cama, encontraron su libreta verde. Era una especie de diario íntimo en el que se podían leer sus sueños y desvelos y también, en forma detallada, todos los romances que ella había tenido y que tenía con distintas personas y compañeros de la escuela, señalados con nombre y apellido. Detalles explícitos de sus encuentros sexuales contados sin alegorías y una puntillosa lista de las cosas que formaban su aflicción. Su lectura llenó de espanto y de furia a los padres; quienes, entre llantos, repetían avergonzados ante los policías, que no tenían idea de que su hija se comportara en esa forma. De manera que todos los mencionados en ese diario pasaron a ser sospechosos por su desaparición y, aunque entrevistar a cada uno pudiera llevar un tiempo importante que no tenían; para tranquilizar a los padres o para aumentar su oprobio, les dijeron que tal vez estuviera con alguna de ellas y que pronto volvería; no obstante lo cual iban a dar comienzo a la pesquisa.
Al día siguiente reunieron a sus compañeros y amigos más cercanos en un aula de la escuela. Al principio los chicos se mostraban reacios a colaborar. Atilio fue el más callado. Se mantuvo con la vista baja, tamborillando con sus dedos el pupitre de madera y sólo contestó con monosílabos. Estaba como ausente. Refugiado, tal vez, en un rincón de su cerebro que lo ponía a salvo de sí mismo. Era evidente que los chicos pensaban que iba a aparecer pronto y no querían contar todo lo que sabían de Carla para no dejarla en evidencia y mal parada. No parecían darle al asunto la importancia que tenía. Al fin y al cabo sólo habían pasado unas horas desde la desaparición y con esa frescura propia de la adolescencia, la tomaron como un juego, como otra travesura más de su compañera, que pronto se descubriría. No podían darle al asunto el dramatismo que tenía. Pero de a poco comenzaron a soltarse y se fue descubriendo una trama de noviazgos y misterios que sorprendió a los detectives y escandalizó más a los padres. Comenzaron a contar de la oscuridad, de la pena. De ese germen que crecía dentro de ella y intentaba ocultar sin éxito. Carla se quería poco. Se sentía opaca y sola. Estaba triste. Entonces creía que nadie la quería y trataba de conseguir el afecto acostándose con quien pudiera, sin importar si era hombre o mujer. Sabía cómo usar el sexo para conseguir la autoestima que no tenía aunque eso al final la destruyera. Para todos ella era la loquita, la chica fácil, la que; después de ser usada era desechada y ella sabía interpretar ese papel. Sus compañeros les dijeron a los investigadores que sabían que se escapaba por las noches por la puerta donde todavía estaban las muñecas. Que se iba de la casa mientras los padres dormían para tener sexo en el auto de cualquiera, para comprar afecto con su cuerpo. Se enteraron también que había salido con varios compañeros de su división y con otros de años mayores. Que había protagonizado muchos episodios escandalosos en el bar de la escuela cuando veía a algún exnovio con otra chica y también contaron que, desde hacía tres meses, mantenía una relación con un hombre mayor que nadie conocía, de quien obtenía dinero y drogas. Pero lo más sorprendente era que muchos de los chicos dijeron que habían recibido de Carla el inusual e insólito pedido de que la mataran. Carla estaba deprimida, sentía que su vida era un desastre y que no valía la pena. Sus calificaciones habían bajado en el último año, no había sido seleccionada para actuar en la obra de fin de año y tuvo que conformarse con ser la vestuarista y Atilio su último amor, su único amor, cansado de sus arrebatos, la había dejado por Alicia; la protagonista principal de la obra de fin de año. Casi todos los chicos que estaban en el aula ese día habían recibido ese pedido tan absurdo; pero, en realidad, lo contaban como si no fuera más que una de las tantas bromas que solía hacer Carla, y como una forma nueva que había encontrado para llamar la atención.
Luego de esas entrevistas, los investigadores se reunieron en la seccional para pasar en limpio toda la información que habían reunido y escribir así las primeras páginas del informe. Estaban desconcertados. La historia no tenía ni pies ni cabeza. Una chica deprimida de diecisiete años, con una vida un tanto disipada y promiscua, que se escapa por las noches de su casa cuando sus padres duermen, que le pide a sus amigos que la maten; llega una noche a su casa, se va a acostar y a la mañana siguiente desaparece sin dejar rastros. No tenía sentido. Recién a las tres de la mañana, luego de darle vueltas y vueltas al asunto, se fueron a dormir con la esperanza de que la mañana les traiga de regreso a Carla o alguna pista para conocer su paradero.
Mientras tanto los padres, en el aislado refugio de su casa, empezaban a desesperarse y lejos de apoyarse y sostenerse, eligieron el camino del reproche. Comenzaron a atacarse. Se recriminaban su blandura y su dureza a la hora de educarla y se abochornaban pensando en las repercusiones que habría en la iglesia cuando todo esto se supiera. Parecía preocuparles más la vergüenza, la oprobiosa mancha con la que quedaría ensuciado su apellido que la desaparición de Carla. Cayeron en la desesperanza y conforme pasaban los días sin noticias se sumían más en un mundo de recriminaciones sin salida. A diario iban a la seccional de policía para enterarse de los avances en la investigación y eran padres afligidos, golpeados, cada uno a su manera, en el  lugar que más les dolía.  
Una semana después de la desaparición; Rosario, la mejor amiga de Carla, se presentó frente a los detectives y les dijo que había escuchado que Roberto había visto a Carla la noche en que desapareció. Era una posibilidad nueva y sorpresiva. Rosario había sido de las más abiertas con respecto a la vida de Carla durante las entrevistas de la semana anterior y de Roberto no tenían noticias, no lo habían entrevistado y no parecía formar parte del círculo más íntimo de Carla. Todas las sospechas recaían en Atilio. Después de todo había sido el último novio oficial de Carla y a partir de ahí su relación se había vuelto difícil o por lo menos incierta. De todos modos fueron por Roberto. No les costó mucho encontrarlo. Era el empleado de un kiosco a la vuelta de la escuela. Cuando estuvieron frente a él se lo veía nervioso y asustado, pese a lo cual nunca negó haber visto a Carla aquella noche; pero sostuvo que no fue el último. Dijo que había ido a buscarla a su casa como tantas otras noches, a la hora en que se suponía que sus pares estarían dormidos; que ella había salido por la exclusiva puerta de su cuarto con su camisón rosado y había entrado en su auto, que habían fumado un cigarrillo y que se habían besado hasta que otro auto se detuvo detrás del suyo. Ambos lo reconocieron de inmediato, era el auto de Atilio. Al verlo ella se mostró sorprendida y le dijo que no pensó que se animara, le pidió disculpas, se bajó del auto y entró en el de Atilio. Después él se fue lleno de rabia y no volvió a verla.
Los detectives se miraron extrañados. Cada vez el caso se volvía más raro, más incomprensible. Después de girar trescientos sesenta grados, Atilio volvía otra vez a escena; pero esta vez con más preponderancia. Era el último novio oficial conocido de Carla y su novia actual la había desplazado del papel principal en la obra de fin de año. Había sido sospechoso; pero no hubo forma de inculparlo. No tenía motivos. Después de unos problemas inmediatos por la ruptura, habían conseguido apaciguarse y tenían una relación tranquila. No eran amigos; pero tampoco se odiaban como en un primer momento.
Por fin lo confrontaron con los dichos de Roberto y ya no tuvo escapatoria. Era el mediodía. El tiempo muerto entre el turno matutino y el vespertino. Lo llevaron a la seccional y después de un duro interrogatorio en el que lo negó hasta último momento, finalmente, poseído por una calma cruel que parecía haberse apoderado de él súbitamente, les dijo a los detectives que podía llevarlos hasta Carla. Dos detectives y él se subieron al único patrullero y siguieron sus indicaciones. Al principio manejaron a gran velocidad; pero el relato del muchacho, su voz pausada y clara, los obligó a ir más despacio para escuchar con más detalle. Para procesar cada palabra. Para reconocer en las inflexiones de su voz los padecimientos que habían vivido esos muchachos tan distintos; pero tan iguales. Durante el viaje de una hora, que terminó en la orilla opuesta del lago, él les contó que se habían amigado y que ya no había rencores entre ellos. Se conocían mucho y tenían absoluta confianza para contarse todos sus problemas. Una noche de junio después de los ensayos fueron al bar y cuando se despidieron en la puerta ella simplemente le había dicho:- Por favor ¿Me matarías? Él se rió ante semejante pedido y de forma irónica le había dicho que si, que con todo gusto. Unos días después y cada vez que se veían otra vez la misma pregunta y él se reía y le disparaba con el revolver de sus dedos. Con el tiempo la insistencia se hizo insoportable. No había ocasión en que ella no  hiciera la misma propuesta, que con esa mezcla de angustia y determinación que transmitían sus palabras, no le pidiera que la matara. Le contaba lo ingrata que era la vida para ella, que no tenía motivos para vivir; pero que no se animaba a suicidarse. Le decía que él era el único que lo podría hacer, que lo que tuvieron había sido tan fuerte que era él su única esperanza. Fue un trabajo de varios meses. Él al principio lo tomó como una broma. Se burló de ella y creyó que sólo era un recurso para volver a conseguir su amor y su atención, hasta que una noche, una semana atrás se encontraron afuera de su cuarto. Ella entonces fue muy cruda. La pena le entrecortaba las palabras y de sus ojos, que eran los más tristes que había visto, caían una lágrimas amargas. Hablaron durante varias horas y pese a que le parecía una locura y a que no quería verse involucrado en semejante hecho, le dijo que lo pensaría.
Esa noche no pude dormir. Su angustia se había metido en mi cuerpo y hasta podía sentir su mismo escalofrío. Ese dolor intenso anudando sus entrañas. Su piel era mi piel llenándose de espinas. Yo era quien más la conocía. No, no le pregunté los motivos. Sabía de su dolor; de esa pena en el alma que arrastraba quizás desde el vientre y no había podido transformar con el paso de los años sino para empeorarla. Era una pena legítima y fatal que le hacía ver la vida a través de nubarrones. ¿Si era para tanto? ¿Para preferir morir? No lo sé. ¿Quién soy yo para decirlo? Después de todo cada uno hace lo que puede. Lo cierto es que de alguna forma equilibrada y misteriosa, el destino me ponía en una encrucijada sin escapatoria. No podía matarla; pero si alguien podía hacerlo, ese era yo. ¿Quién era yo para matarla? ¿Quién era yo para no hacerlo si ella me lo estaba pidiendo? Después de todo no era cosa mía. Era ella la que decidía y yo tan solo un instrumento. Su alma en otro cuerpo arrebatándose a sí misma. Su mano despiadada sobre mi mano complaciente. Entonces estaba confundido. Las ideas se mezclaban en mi cerebro que explotaba. Por momentos me veía terminante. Pensaba que estaba loca y que tenía que mandarla a la mierda sin explicaciones. Sin matarla y dejarla en su congoja, en su agonía. Ver a la distancia como su dolor aumentaba cada día y fingir que no lo noto, que me es indiferente. Otras veces me sentía inseguro. Pensaba que era preferible liberarla del suplicio. Que debía cumplir con ella y con la culpa que me asaltaba inmediatamente después de que el gatillo. Esa desesperación y ese consuelo. Soñaba con volcanes. Con interminables agujeros de sombra y me despertaba, de pronto, con un fuego quemándome las tripas, la entrepierna. Caras sin ojos que reían. Azules en las olas de un mar que de tan oscuro apenas se advertía. Veía su sangre cayendo por su boca que reía. Como un néctar, que en lugar de matarla le daba vida. Fueron los días y las noches más terribles. No comí ni dormía. Sólo era mi cerebro despierto soñando pesadillas. Aguijones en el alma y un hachazo en mi cabeza que la partía en dos mitades. Risas en el llanto. Dolor en la sonrisa.
Él le aseguró que lo haría. La noche del treinta de agosto al salir del ensayo  le dijo que al fin lo haría. Sólo le pidió que escribiera una carta de su puño y letra explicando los motivos y liberándolo de toda culpa. Acordaron que la noche del cuatro de septiembre estaría bien. Faltaban cinco días. A partir de esa noche Atilio se convirtió en un chico oscuro. Parecía estar metido dentro suyo. Todos notaron como se volvió esquivo y turbio. Su rostro adquirió una expresión atormentada. Estaba ausente, perdido en un mundo inaccesible del cual no tenía escapatoria. Olvidaba las líneas de su personaje y reaccionaba con una furia inédita ante situaciones cotidianas. Carla, por el contrario, pasó una semana fantástica. Se la veía contenta y amable aún con quienes odiaba y un brillo nuevo se adueñó de su expresión.
La noche señalada llegué un poco retrasado y no tuve que esperarla. Ella estaba en el auto de Roberto y cuando estacioné detrás los vi e hice señas con las luces, ella se bajó y entró al mío. Conversamos un momento. Quería convencerla, esperaba que un súbito sentimiento de ilusión la hiciera arrepentirse. Que un impuso de miedo la capture de repente y la ayude a retractarse y me libere así de aquella pesadilla que, a esa altura, me cerraba la garganta. Me oprimía el pecho con una presión de manantiales. Manejé despacio por la ruta que bordea el lago, como si estuviera disfrutando del paisaje, del rumor del agua traído por el viento. Pensé que aquella noche espléndida no merecía ser el marco de una muerte tan absurda. Que la brisa era suave y fresca. Ella hablaba de cualquier cosa y se reía sin motivo. No estaba nerviosa, pero había algo lejano en sus palabras. Algo de final en su mirada. Después de conducir un buen rato  llegamos a la orilla opuesta del lago. Ella colocó la mano sobre mi pierna y con leve apretón me indicó que me detuviera. Antes de bajarnos nos quedamos en silencio mirando la oscuridad que nos rodeaba. Callados mirando hacia fuera donde no había más que oscuridad y un silencio atroz que el canto de los grillos aumentaba hasta hacerlo insoportable. Su respiración era suave y dulce. Yo no sé si respiraba. Luego bajamos del auto y caminamos hasta un gran roble que si no fuera de noche proyectaría su sombra sobre el lago. Nos tendimos en el pasto y conversamos un buen rato mirando las estrellas. Ella hablaba de su muerte como si se tratara de una muerte ajena, como si no fuera que dentro de un minuto o de una hora ya no sería más la que era para convertirse en otra cosa. En algo pecaminoso y frío. Yo la escuchaba sin oírla. Tenía mi propia oscuridad cubriéndome el entendimiento. Ya no intenté hacerle cambiar de idea. Sólo esperaba que el tiempo se detuviera en ese instante. Quería meterme en su cerebro; pero no podía. No había nada. Donde debía crecerle el pensamiento, un haz fatal. Donde se gesta la esperanza un laberinto de tristeza. Al final ya no la escuchaba, pensaba qué estaría pasando por su mente mientras decía esas palabras huecas que venían desde un lugar lejano, ausente. En un momento ella se levantó y fue hasta el auto a buscar su abrigo. Cuando volvió su rostro ya no era más el suyo. A la luz de la luna, podía verse la desolación y la alegría a través de sus ojos sin motivo. Dijo que estaba lista. Le pedí que se diera vuelta y se pusiera de rodillas, que no me mirara, que pensara en cualquier cosa. Ella obedeció mansamente, tomó el caño de la escopeta, lo apoyó sobre su sien derecha y dijo ahora.
Cuando la patrulla llegó al lugar,  los tres se bajaron del auto y Atilio terminó su relato: el disparo, la sangre, la sonrisa. Murió enseguida. Hubo un instante de silencio. Luego caminaron hasta el roble. La sombra de sus ramas entraba en el agua y bailaba con las olas. Él comenzó a quitarse la ropa. Era una mañana fresca. Entró al agua. Se metió en el lago hasta que el agua le tapó los hombros. Parecía buscar algo con las manos, su tanteo producía un oleaje leve. Por fin comenzó a retroceder con dificultad. Sus manos cerradas apretaban los tobillos. Arrastró el cuerpo por la tierra húmeda de la orilla y lo dejó ahí, como si no fuera nada. Las sogas con los bloques de cemento se perdían en el agua. El camisón rosado estaba sucio por el barro.







3 comentarios:

  1. Buenísimo! :)
    Siempre es bien recibida la invitación a leer...

    ResponderEliminar
  2. La tristeza de Carla traspasó la pantallita d mi celular..deseé q los papás la vieran, la oyeran, le hablaran y le dieran la llave q necesitaba..

    ResponderEliminar