No sé cuánto hace que estoy
acá. El tiempo se me confunde. Todos los días son iguales. Más después del
almuerzo, porque se conoce que nos ponen algo en la comida o en el agua. Si
seguro es en el agua. Entonces todo empieza a andar más despacio. Los cuerpos
se mueven como adentro de una gelatina y las voces no salen de las bocas sino
de más adentro, como desde un agujero en
el pecho o la garganta. El cuerpo se siente más pesado. Las piernas parecen
troncos clavados en macetas con la tierra bien mojada, y las ideas se te mezclan
en la cabeza y todo se ve como en un sueño. El tiempo pasa lento. Hay como un
peso en las rodillas, una modorra que se te mete en todo el cuerpo que ya no
parece ser tu cuerpo y te dobla la espalda como si llevaras una carga muy
pesada.
Odio este lugar. Odio levantarme cada día y
ver la ropa colgada en las ventanas, las ventanas con barrotes. Los manteles de
hule percudidos sobre las mesas desparejas. Los techos despintados. El ruido de
las puertas. Los pasillos de las piezas. Y todo con ese olor a pis de gato que
el viento trae desde el jardín. El jardín tan descuidado. Los árboles de fruta
y esos brazos colgando de las ramas.
No sé porque estoy acá. Nadie
me lo dice. Ni siquiera mi sobrina que viene a visitarme cada tanto y me trae
tortas fritas y bizcochos. Viene sola, sin sus hijos, porque dice que no es un
buen lugar para los chicos y tiene razón. Acá es como un depósito y nosotras
cajas viejas protegidas de la lluvia, amontonadas sin cuidado. Almas en pena
salidas de cuerpos enterrados antes de morirse. No me gusta este lugar porque
acá vive el olvido. Hasta, a veces, nosotras mismas nos olvidamos de nosotras,
como esas que están ahí sentadas y no hacen más que mirar la nada a través de
las ventanas, o tal vez estén mirando su último momento antes de entrar en la
locura. Y si estás bien, te ponen cosas en el agua. Entonces ya no sos vos. Sos
otra, que es la misma; pero distinta. Te ves desde un lugar que está afuera de
tu cuerpo; pero no te reconocés del todo. Es raro.
A la mañana es distinto. Cuando te levantás de
la cama podés ver la claridad entrando
por los vidrios. La soledad que te rodea como un vacío que se llena de
estropajos. Pero tu cuerpo es tuyo. Podés sentir en los pies el peso de tu
cuerpo y la soledad entrando por los ojos. Entonces, a veces, me viene a la
mente el nombre Raúl y algunas imágenes que no puedo comprender. Hay un patio
grande con macetas. Algunos árboles de frutas en el fondo. Malvones nuevos y un
hombre haciendo pozos con la pala. Un ruido hueco y la tierra que se llena de
sangre. Los gritos de mi madre. Hago fuerza por acordarme; pero no puedo. Son
imágenes sueltas que no son nada. Después escucho las sirenas. Golpes y
empujones. La fuerza de la lluvia cuando me sacaban del auto y después mi ropa
empapada apilada en un costado. Yo desnuda. Y la humedad del piso que se me
metía hasta los huesos. Pero a la tarde, después del almuerzo, las pastillas en
el agua y todo entra en un agujero que destiñe los colores y las formas y tu
cuerpo que te pesa como si estuviera atrapado en telarañas. Los recuerdos
pierden su orden y hasta puede ser que todavía no hayan sucedido. Que todo no
sea más que una premonición de hechos que todavía no pasaron.
Acá, eso a nadie le
interesa. Parece que es mejor olvidarse, no recordar, no saber nada. Por eso nos
ponen pastillas en el agua. Para que no nos acordemos. Por eso casi nadie nos
dirige la palabra. Las chicas no son malas, están acostumbradas así. Somos su
trabajo. Yo a veces le pregunto a la
Marcela, que es la más buenita; pero me sale con el tiempo y
que aumentó el colectivo. Así que hablamos de otra cosa. Debe ser mejor así;
pero a mí me gustaría saber por qué a veces veo brazos colgados de las ramas,
por qué, a veces mis brazos se mueven como aspas y bajan con esa fuerza sin
sentido y después ese ruido de huesos estallando que me sobresalta mientras
duermo y toda esa sangre sobre la musculosa blanca. Y ese calor insoportable. Y los gritos de mi madre.
Hace ya un tiempo dejé de
tomar agua en las comidas, así me mantengo un poco más despierta hasta que
llega el mate cocido de la tarde y ahí no tengo escapatoria. Después de la
cena, las pastillas de la noche. Duermo como un tronco hasta que otra vez ese
ruido de huesos y los gritos de mi madre. Entonces me quedo despierta en medio
de una oscuridad que asusta. A veces se escuchan gritos que vienen desde lejos
o las corridas de las ratas.
Las mañanas son más lindas.
Después del desayuno podemos elegir algún taller. A mi me gusta el de cuentos,
que creo que es los lunes. Aunque no estoy segura. Primero nos leen algo y
después nos dejan escribir un poco. No me importa lo que nos leen porque casi
nunca entiendo nada. También dejan libros encima de las mesas. Hay algunas que
leen. Ahí aprovecho para escribir esto en un cuaderno. Trato de juntar las
visiones que me aparecen y ordenarlas. Darle algún sentido a esa fiesta en el
patio de una casa. Hay alegría. Se escucha una milonga, pero nadie baila. Una
pala de hacer pozos apoyada contra el árbol y el barro con la sangre. Un vaso
de agua con cubitos. Brazos que cuelgan de las ramas.
El taller se pasa rápido.
Enseguida empiezan a preparar las mesas para el almuerzo y hay que ir guardando
todo. La comida no está mal; pero mucho arroz con todo. Mucha papa. Compota de
ciruelas y el agua con pastillas aplastadas. Pero yo no tomo así me mantengo
más despierta. Puedo ver una pieza. Cortinas con flores amarillas. Una cama de
dos plazas y en las mesitas de luz dos veladores de porcelana. En la fiesta no
hay mucha gente. No sé que se festeja. Una milonga y brazos colgados de las
ramas. Malvones. Caras que dan vueltas.
Yo acá soy de las que mejor
está. Puedo valerme por mi misma. Puedo salir al jardín y tomar sol en los
asientos de madera o caminar por el bosquecito de eucaliptos donde queman la
basura. También juego a escondidas con los gatos, porque está prohibido; porque
dicen que están todos infectados. En cambio hay otras que se no mueven de las
sillas donde las ponen a la mañana. Se quedan mirando un punto fijo en la pared
o en la ventana y si les preguntás qué miran ni te contestan o se asustan. En
la fiesta había una mujer muy vieja sentada en un sillón de mimbre en la punta
de la mesa y una muchacha con un vestido blanco sentada al lado de ella. La
vieja movía la cabeza al ritmo de la música, que era una milonga, con una
sonrisa tierna. Estaba contenta. Se quedan mirando la nada y les tienen que dar
la comida en la boca, gente grande. Otras son malas. Se pelean y se agarran de
los pelos. Las tienen que separar entre varios y se las llevan. Se escuchan
golpes. Entonces ponen música fuerte. Algunas se ponen a bailar con las
cortinas o corren por los pasillos y golpean las paredes con los puños.
Entonces sacan la música y aparecen los guardias y todas se quedan quietas. Yo
no. Yo me porto bien. No le doy bola a nadie y listo. Miro la televisión y
converso con Rebeca de lo que dicen los programas. Ella también se dio cuenta
de las pastillas en el agua y tampoco toma nada en el almuerzo. Me parece que
se avivaron porque cada vez le ponen más sal a la comida. Y si me siento mal,
me las aguanto. Conviene no tener que ir a la enfermería. Es un lugar chiquito
donde apenas entran dos camillas. Lo primero que hacen es sacarte toda la ropa
y te pasan un trapo con no sé que cosa por las infecciones. Después te revisan
toda aunque tengas una tos y te mandan de vuelta con dos frascos de pastillas.
Las pastillas las guardan en un armario blanco al lado de la puerta. A veces te
dejan internada ahí. En invierno hace mucho frío y en las noches de verano las
cucarachas caminan por arriba de las sábanas. No se pude dormir. Entonces
aparece otra vez la pala contra el árbol, el hombre de cara al sol con la
frente transpirada, un vaso de agua helada, mis brazos que bajan con fuerza en
el silencio y después ese ruido
insoportable de huesos que se rompen de pelos con la sangre saliendo a
borbotones.
La otra vez me acordé que se
festejaba un casamiento. Los novios eran jóvenes. La novia era la que estaba
sentada al lado de la vieja en la punta de la mesa. Había poca gente y era en
el patio de una casa. Atrás se veían unos árboles de frutas y la cara vieja del
novio tirada en la tierra, entre la sangre. La gente que se iba y saludaba
agradecida. La puerta de la pieza cerrada de un golpe y la cama a oscuras. En la
cama los dos recién casados desnudos y curiosos. Un dolor. Un dolor de gusto.
Pero tenemos que guardar porque vienen las chicas con los manteles y los
platos. Entonces se me van los pensamientos y la próxima vez tengo que empezar
desde donde dejé, que era en la primera noche de los novios. Menos mal que lo
tengo anotado. En la mañana con mates y jazmines y, de pronto, como un rayo el
ruido seco de algo que se choca, la sangre y los brazos en los árboles del
fondo.
Ayer domingo vino mi sobrina
que siempre me trae tortas fritas y bizcochos. Ella es mi único contacto con la
vida de afuera. Me dijo que un tal Alfonsín le había ganado las elecciones a
los peronistas. Yo no lo podía creer. Eso no había pasado nunca. Me dijo,
también, que los chicos estaban grandes y que el mes que viene se iban a vivir
a Mar del Plata y que le iba a ser difícil visitarme tan seguido. Yo le conté
de mis visiones y me dijo que no pensara en eso, que me quedara tranquila y que
no se podía cambiar lo que pasó. Pero ¿Qué pasó? Me dijo que la casa debía ser
la de Colegiales. Y que la mujer vieja de la punta de la mesa debía ser la
abuela Antonia. Después de eso se fue enseguida. Se acordó que tenía que ir a
un lado y me dijo que antes de irse a Mar del Plata iba a venir a despedirse.
Pero ¿Qué pasó? ¿Qué tienen que ver los novios en la cama? ¿Los brazos colgando
de las ramas?
Ahora en el taller me acordé
de la casa de Colegiales. Ahí vivían los recién casados. En el patio había una
mesa grande y unos sillones de hierro. En el fondo unos árboles de frutas. Me
vino de pronto una sensación de angustia. Algunas mujeres daban vuelta
alrededor del novio. Parece que bailaban. Todas lo miraban y se le tiraban
encima. La chica del vestido blanco ahora tenía puesto un batón azul con
manchas de harina. Estaba gorda y tenía arrugas en la cara. No era feliz. Las
otras chicas eran jóvenes y bailaban. Daban vueltas y el novio las miraba y se
reía. Recién se me acercó Anita, que es una de las pibas que da el taller de cuentos.
Me preguntó que estaba escribiendo y le di el cuaderno. Lo leyó con mucha
atención y me dijo que estaba bueno, que siguiera; pero que tuviera cuidado
porque a veces la verdad podía ser muy dolorosa.
Esta semana volví a tomar
agua en el almuerzo. Es verdad que disuelven pastillas en las jarras. Al final
así es mejor. Después de comer es como si la cabeza se te metiera adentro de un
pozo. Todo se ve como de lejos. Todo se mueve más despacio. Es como si flotaras
y las cosas no interesan. El matrimonio no era feliz para la chica. Él no
quería tener hijos y la engañaba con cualquiera. Quiero ir al jardín que veo a
través de la ventana pero tengo miedo de los árboles de frutas, de ver la
sangre que chorrea, los brazos colgando de las ramas. Se estaba volviendo vieja.
Él hacía pozos en el fondo. Transpiraba. Antes mate cocido con vainillas. Yo le
llevé un vaso de agua fresca. Él apoyó la pala contra el tronco y se secó la
frente con el brazo. Después un silencio y la pala entre mis manos, ese ruido
insoportable de la cabeza atropellada por la pala y la sangre chorreando por la
cara, por la musculosa blanca. El barro con la sangre. Después los brazos
colgando de las ramas.
Ahora traen el mate cocido. Debe ser la tarde
o la mañana. No sé porque revoleo la cuchara. Por qué doy golpes en el aire. La
cuchara subiendo y bajando como la pala contra el cráneo. El cuerpo el cuerpo
de Raúl en el piso entre la sangre. Primero un brazo y después el otro colgados
de las ramas. Las sirenas, la lluvia, la humedad del piso, esta ausencia al
mirar por la ventana.
ROSALÍA FUENTES, LA ROSA
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