lunes, 25 de septiembre de 2017

LA ROSA


No sé cuánto hace que estoy acá. El tiempo se me confunde. Todos los días son iguales. Más después del almuerzo, porque se conoce que nos ponen algo en la comida o en el agua. Si seguro es en el agua. Entonces todo empieza a andar más despacio. Los cuerpos se mueven como adentro de una gelatina y las voces no salen de las bocas sino de más adentro, como desde  un agujero en el pecho o la garganta. El cuerpo se siente más pesado. Las piernas parecen troncos clavados en macetas con la tierra bien mojada, y las ideas se te mezclan en la cabeza y todo se ve como en un sueño. El tiempo pasa lento. Hay como un peso en las rodillas, una modorra que se te mete en todo el cuerpo que ya no parece ser tu cuerpo y te dobla la espalda como si llevaras una carga muy pesada.
 Odio este lugar. Odio levantarme cada día y ver la ropa colgada en las ventanas, las ventanas con barrotes. Los manteles de hule percudidos sobre las mesas desparejas. Los techos despintados. El ruido de las puertas. Los pasillos de las piezas. Y todo con ese olor a pis de gato que el viento trae desde el jardín. El jardín tan descuidado. Los árboles de fruta y esos brazos colgando de las ramas.
No sé porque estoy acá. Nadie me lo dice. Ni siquiera mi sobrina que viene a visitarme cada tanto y me trae tortas fritas y bizcochos. Viene sola, sin sus hijos, porque dice que no es un buen lugar para los chicos y tiene razón. Acá es como un depósito y nosotras cajas viejas protegidas de la lluvia, amontonadas sin cuidado. Almas en pena salidas de cuerpos enterrados antes de morirse. No me gusta este lugar porque acá vive el olvido. Hasta, a veces, nosotras mismas nos olvidamos de nosotras, como esas que están ahí sentadas y no hacen más que mirar la nada a través de las ventanas, o tal vez estén mirando su último momento antes de entrar en la locura. Y si estás bien, te ponen cosas en el agua. Entonces ya no sos vos. Sos otra, que es la misma; pero distinta. Te ves desde un lugar que está afuera de tu cuerpo; pero no te reconocés del todo. Es raro.
 A la mañana es distinto. Cuando te levantás de la cama  podés ver la claridad entrando por los vidrios. La soledad que te rodea como un vacío que se llena de estropajos. Pero tu cuerpo es tuyo. Podés sentir en los pies el peso de tu cuerpo y la soledad entrando por los ojos. Entonces, a veces, me viene a la mente el nombre Raúl y algunas imágenes que no puedo comprender. Hay un patio grande con macetas. Algunos árboles de frutas en el fondo. Malvones nuevos y un hombre haciendo pozos con la pala. Un ruido hueco y la tierra que se llena de sangre. Los gritos de mi madre. Hago fuerza por acordarme; pero no puedo. Son imágenes sueltas que no son nada. Después escucho las sirenas. Golpes y empujones. La fuerza de la lluvia cuando me sacaban del auto y después mi ropa empapada apilada en un costado. Yo desnuda. Y la humedad del piso que se me metía hasta los huesos. Pero a la tarde, después del almuerzo, las pastillas en el agua y todo entra en un agujero que destiñe los colores y las formas y tu cuerpo que te pesa como si estuviera atrapado en telarañas. Los recuerdos pierden su orden y hasta puede ser que todavía no hayan sucedido. Que todo no sea más que una premonición de hechos que todavía no pasaron.
Acá, eso a nadie le interesa. Parece que es mejor olvidarse, no recordar, no saber nada. Por eso nos ponen pastillas en el agua. Para que no nos acordemos. Por eso casi nadie nos dirige la palabra. Las chicas no son malas, están acostumbradas así. Somos su trabajo. Yo a veces le pregunto a la Marcela, que es la más buenita; pero me sale con el tiempo y que aumentó el colectivo. Así que hablamos de otra cosa. Debe ser mejor así; pero a mí me gustaría saber por qué a veces veo brazos colgados de las ramas, por qué, a veces mis brazos se mueven como aspas y bajan con esa fuerza sin sentido y después ese ruido de huesos estallando que me sobresalta mientras duermo y toda esa sangre sobre la musculosa blanca. Y ese  calor insoportable. Y los gritos de mi madre.
Hace ya un tiempo dejé de tomar agua en las comidas, así me mantengo un poco más despierta hasta que llega el mate cocido de la tarde y ahí no tengo escapatoria. Después de la cena, las pastillas de la noche. Duermo como un tronco hasta que otra vez ese ruido de huesos y los gritos de mi madre. Entonces me quedo despierta en medio de una oscuridad que asusta. A veces se escuchan gritos que vienen desde lejos o las corridas de las ratas.
Las mañanas son más lindas. Después del desayuno podemos elegir algún taller. A mi me gusta el de cuentos, que creo que es los lunes. Aunque no estoy segura. Primero nos leen algo y después nos dejan escribir un poco. No me importa lo que nos leen porque casi nunca entiendo nada. También dejan libros encima de las mesas. Hay algunas que leen. Ahí aprovecho para escribir esto en un cuaderno. Trato de juntar las visiones que me aparecen y ordenarlas. Darle algún sentido a esa fiesta en el patio de una casa. Hay alegría. Se escucha una milonga, pero nadie baila. Una pala de hacer pozos apoyada contra el árbol y el barro con la sangre. Un vaso de agua con cubitos. Brazos que cuelgan de las ramas.
El taller se pasa rápido. Enseguida empiezan a preparar las mesas para el almuerzo y hay que ir guardando todo. La comida no está mal; pero mucho arroz con todo. Mucha papa. Compota de ciruelas y el agua con pastillas aplastadas. Pero yo no tomo así me mantengo más despierta. Puedo ver una pieza. Cortinas con flores amarillas. Una cama de dos plazas y en las mesitas de luz dos veladores de porcelana. En la fiesta no hay mucha gente. No sé que se festeja. Una milonga y brazos colgados de las ramas. Malvones. Caras que dan vueltas.
Yo acá soy de las que mejor está. Puedo valerme por mi misma. Puedo salir al jardín y tomar sol en los asientos de madera o caminar por el bosquecito de eucaliptos donde queman la basura. También juego a escondidas con los gatos, porque está prohibido; porque dicen que están todos infectados. En cambio hay otras que se no mueven de las sillas donde las ponen a la mañana. Se quedan mirando un punto fijo en la pared o en la ventana y si les preguntás qué miran ni te contestan o se asustan. En la fiesta había una mujer muy vieja sentada en un sillón de mimbre en la punta de la mesa y una muchacha con un vestido blanco sentada al lado de ella. La vieja movía la cabeza al ritmo de la música, que era una milonga, con una sonrisa tierna. Estaba contenta. Se quedan mirando la nada y les tienen que dar la comida en la boca, gente grande. Otras son malas. Se pelean y se agarran de los pelos. Las tienen que separar entre varios y se las llevan. Se escuchan golpes. Entonces ponen música fuerte. Algunas se ponen a bailar con las cortinas o corren por los pasillos y golpean las paredes con los puños. Entonces sacan la música y aparecen los guardias y todas se quedan quietas. Yo no. Yo me porto bien. No le doy bola a nadie y listo. Miro la televisión y converso con Rebeca de lo que dicen los programas. Ella también se dio cuenta de las pastillas en el agua y tampoco toma nada en el almuerzo. Me parece que se avivaron porque cada vez le ponen más sal a la comida. Y si me siento mal, me las aguanto. Conviene no tener que ir a la enfermería. Es un lugar chiquito donde apenas entran dos camillas. Lo primero que hacen es sacarte toda la ropa y te pasan un trapo con no sé que cosa por las infecciones. Después te revisan toda aunque tengas una tos y te mandan de vuelta con dos frascos de pastillas. Las pastillas las guardan en un armario blanco al lado de la puerta. A veces te dejan internada ahí. En invierno hace mucho frío y en las noches de verano las cucarachas caminan por arriba de las sábanas. No se pude dormir. Entonces aparece otra vez la pala contra el árbol, el hombre de cara al sol con la frente transpirada, un vaso de agua helada, mis brazos que bajan con fuerza en el silencio y después  ese ruido insoportable de huesos que se rompen de pelos con la sangre saliendo a borbotones.
La otra vez me acordé que se festejaba un casamiento. Los novios eran jóvenes. La novia era la que estaba sentada al lado de la vieja en la punta de la mesa. Había poca gente y era en el patio de una casa. Atrás se veían unos árboles de frutas y la cara vieja del novio tirada en la tierra, entre la sangre. La gente que se iba y saludaba agradecida. La puerta de la pieza cerrada de un golpe y la cama a oscuras. En la cama los dos recién casados desnudos y curiosos. Un dolor. Un dolor de gusto. Pero tenemos que guardar porque vienen las chicas con los manteles y los platos. Entonces se me van los pensamientos y la próxima vez tengo que empezar desde donde dejé, que era en la primera noche de los novios. Menos mal que lo tengo anotado. En la mañana con mates y jazmines y, de pronto, como un rayo el ruido seco de algo que se choca, la sangre y los brazos en los árboles del fondo.
Ayer domingo vino mi sobrina que siempre me trae tortas fritas y bizcochos. Ella es mi único contacto con la vida de afuera. Me dijo que un tal Alfonsín le había ganado las elecciones a los peronistas. Yo no lo podía creer. Eso no había pasado nunca. Me dijo, también, que los chicos estaban grandes y que el mes que viene se iban a vivir a Mar del Plata y que le iba a ser difícil visitarme tan seguido. Yo le conté de mis visiones y me dijo que no pensara en eso, que me quedara tranquila y que no se podía cambiar lo que pasó. Pero ¿Qué pasó? Me dijo que la casa debía ser la de Colegiales. Y que la mujer vieja de la punta de la mesa debía ser la abuela Antonia. Después de eso se fue enseguida. Se acordó que tenía que ir a un lado y me dijo que antes de irse a Mar del Plata iba a venir a despedirse. Pero ¿Qué pasó? ¿Qué tienen que ver los novios en la cama? ¿Los brazos colgando de las ramas?
Ahora en el taller me acordé de la casa de Colegiales. Ahí vivían los recién casados. En el patio había una mesa grande y unos sillones de hierro. En el fondo unos árboles de frutas. Me vino de pronto una sensación de angustia. Algunas mujeres daban vuelta alrededor del novio. Parece que bailaban. Todas lo miraban y se le tiraban encima. La chica del vestido blanco ahora tenía puesto un batón azul con manchas de harina. Estaba gorda y tenía arrugas en la cara. No era feliz. Las otras chicas eran jóvenes y bailaban. Daban vueltas y el novio las miraba y se reía. Recién se me acercó Anita, que es una de las pibas que da el taller de cuentos. Me preguntó que estaba escribiendo y le di el cuaderno. Lo leyó con mucha atención y me dijo que estaba bueno, que siguiera; pero que tuviera cuidado porque a veces la verdad podía ser muy dolorosa.
Esta semana volví a tomar agua en el almuerzo. Es verdad que disuelven pastillas en las jarras. Al final así es mejor. Después de comer es como si la cabeza se te metiera adentro de un pozo. Todo se ve como de lejos. Todo se mueve más despacio. Es como si flotaras y las cosas no interesan. El matrimonio no era feliz para la chica. Él no quería tener hijos y la engañaba con cualquiera. Quiero ir al jardín que veo a través de la ventana pero tengo miedo de los árboles de frutas, de ver la sangre que chorrea, los brazos colgando de las ramas. Se estaba volviendo vieja. Él hacía pozos en el fondo. Transpiraba. Antes mate cocido con vainillas. Yo le llevé un vaso de agua fresca. Él apoyó la pala contra el tronco y se secó la frente con el brazo. Después un silencio y la pala entre mis manos, ese ruido insoportable de la cabeza atropellada por la pala y la sangre chorreando por la cara, por la musculosa blanca. El barro con la sangre. Después los brazos colgando de las ramas.
 Ahora traen el mate cocido. Debe ser la tarde o la mañana. No sé porque revoleo la cuchara. Por qué doy golpes en el aire. La cuchara subiendo y bajando como la pala contra el cráneo. El cuerpo el cuerpo de Raúl en el piso entre la sangre. Primero un brazo y después el otro colgados de las ramas. Las sirenas, la lluvia, la humedad del piso, esta ausencia al mirar por la ventana.
                                           

                                           ROSALÍA FUENTES, LA ROSA




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