jueves, 12 de octubre de 2017

Yo, Severiano Díaz

Soy un hombre más bien sombrío. Silencioso. Solitario aún en compañía. Soy un místico sin dioses. Un arriesgado pescador desde la orilla. Un osado nadador de aguas tranquilas. Un narcisista escaso de autoestima.
Tengo, eso si, la tenacidad del caballo del lechero y su misma predilección por la rutina. Habita en mi el defecto y la virtud de ser constante. Suelo abordar con la firmeza del acero, empresas imposibles cuya finalidad es, por lo menos imprecisa, cuando no improductiva. Prefiero estar al servicio que servirme y que me sirvan. Me perturban los cambios repentinos, la incertidumbre de lo nuevo. Me detiene la necesidad de los paisajes conocidos. El vértigo que siento al asomarme a la ventana. La comodidad y el miedo me conservan incompleto. Pese a la soledad a la que me condujo mi ánimo rocoso, mantengo una  hostilidad perseverante que me vuelve cada día más lejano. Sostengo una actitud distante y esquiva. Más o menos espinada. Misteriosa. No obstante, nadie puede dudar de que siempre voy a estar si me precisan, ni tampoco alegrarse demasiado. Mis ambiciones son modestas al igual que mi intelecto. No me interesan el dinero ni las posesiones materiales. Me conformo con ganar lo suficiente trabajando en lo que me gusta, para vivir y comer, cada tanto, un asado con mis hijos. Ir perdiendo la salud lo más lentamente posible, y prevenirme la ceguera para ver, algún día, la cara de mis nietos.
Prefiero la tranquilidad al alboroto. El silencio de mi casa que no es mía. Las sombras de la noche a la claridad de la mañana. El otoño cayendo de los árboles. La llovizna que oculta todo levemente y me evita el riego de las plantas. El blues de fondo. La lectura. Me gusta escribir, maquillar ideas con palabras. La talla y la escultura que me permiten descubrir las formas que oculta la madera. El futbol para todos y la angustia que me invade cuando juega Racing. Esa mezcla de agitación y pesadumbre que me obliga a fumar más de la cuenta.
Disfruto de la lentitud de los domingos hasta que las siete de la tarde los  vuelven apremiantes. Del olor a mujer que queda entre las sábanas, cuando la suerte me acompaña. Del olvido selectivo que me preserva de recuerdos indeseables. De los recuerdos indeseables.
Me conmueve la cara de mis alumnos cuando los visita la alegría y sus logros cotidianos. Me emociona el crecimiento de mis hijos que derivó en estos hombres creativos y felices que hoy me enorgullecen. Pero en ninguno de los casos me adjudico influencias. No tengo más mérito que el de mostrarles conmigo mismo la foto en negativo. La comprobación por el absurdo del teorema. El camino contrario para que puedan encontrar el verdadero.
La felicidad me abandonó hace ya algún tiempo y dejó en su lugar esporádicas alegrías subalternas. Entusiasmos extranjeros. Vivo dentro de una insatisfacción que me muestra siempre la mitad vacía del vaso y que me satisface por completo. Pese a todo lo bueno que me pasa, mi vida es incompleta. Previsible; pero austera. Vacilante; aunque empedrada. Perseverante, sigo atrapado en una nostalgia inconsistente. En la añoranza de venturas que quizás nunca existieron. De dichas engañosas confundidas en la inexactitud de los recuerdos. Instalado para siempre en la trampa del ¿Quién sabe? En el fraude mental del ¿Cómo hubiera sido? A merced de vientos torpes que equivocan mi camino. De ángeles cobardes que me sobrevuelan muriéndose de risa, que se burlan de mi inercia.
Cada vez con más frecuencia compruebo que no encajo bien en ningún lado. Me resulta muy difícil relacionarme con la gente y casi ninguna compañía me resulta edificante. La aridez de mi espíritu me instaló en una soledad precoz que se parece mucho al desamparo, al desconsuelo. A mi último amigo lo perdí hace más de diez años y las espinas que emergen de mi piel endurecida me ponen a resguardo de cercanías indeseables; pero también de proximidades auspiciosas.
Me molesta el pensamiento de vuelo gallináceo. La obsecuencia. La aceptación sin riesgos que la estupidez le impone a los sucesos. La inteligencia a merced de la pereza. La incompetencia en el que manda y la arrogancia del indocto. Los que no asoman la cabeza para ver que hay detrás del árbol que los tapa. Los miedosos que piden permiso para todo. Los juegos previos a las reuniones importantes y las reuniones importantes. Los discursos voluptuosos de los listos y cordiales que no pueden evitar sus colas zorriles saliendo por debajo de su ropa. El tiempo que se pierde hablando de cambios y mejoras que no pueden llevarse a cabo porque no hay tiempo suficiente para hacerlas. Entonces salteo casilleros y no puedo evitar el exabrupto. La nota discordante. La palabra sin embozos que me garantiza los reproches de los prolijos y sociables relegándome al silencio. A las miradas de costado. A los oídos que se cierran. Al fastidio general; aunque no a la indiferencia.
Las mujeres siempre me parecieron seres imposibles. La mejor forma que encontró dios (si es que existe) para pedirle, a los hombres, perdón por sus pecados. Habitantes sutiles de un mundo paralelo que me veda las entradas y del que yo, en todo caso, debo sacarlas sin saber bien de qué manera. Aún hoy no puedo estar cerca de ellas sin sentirme miserable. Un ser sin alma que repta a su lado comiendo las migajas. Mis relaciones de pareja han sido, más bien, antídotos contra la soledad que amores verdaderos. Embrujos breves de momentos perentorios. Fantasías compartidas y coloquios solitarios. Sólo con la mamá de mis hijos hubo un tiempo que fue hermoso con su correspondiente final con hecatombe. Antes y después sólo formas imprecisas llenando los vacíos, pareciendo más que siendo que se esfumaron en la calma de la ausencia más indiferente. Ayunas de amor, se desvanecieron en la nada sin congoja. Salvo ambas María Laura, claro, que aún me duelen. Creo que no sé querer como se debe. Que comprendo al revés los acertijos. Que no distingo las señales. Que despliego una estrategia perversa que me hace ser más necesitado que amado. Soy la pata que le falta a la mesa que se cae, el eje que une las ruedas de carretas que no avanzan. No obstante, me subyuga su belleza, su perfume. La delicadeza con la que le corren el velo al universo y lo vuelven un sitio favorable. Pero, sobre todo, amo su belleza cuando trae adosada, también, inteligencia. Pero si llegara a conocer a una mujer que poseyera estas virtudes, y si ella llegara a aceptar una segunda cita conmigo, empezaría a dudar de su inteligencia. Aún así, sigo buscando a mi manera. Encontrando. También necesito del amor y otros sustentos.
Últimamente me cuesta reconocerme en los espejos. Descifrar el significado exacto de las arrugas de mi rostro, de estas canas que me acercan a la muerte. Comprendí, recién ahora, que nunca se termina de aprender, y que si así no fuera, tampoco importa mucho. Que nunca nada es cierto, y que la experiencia de los años no es más que una alegoría complaciente y embustera, un torpe intento de la muerte por justificar y suavizar su impiadoso acecho sin urgencia.   
Dentro mio suenan las alarmas de un atisbo incomprensible. Algo como un rumor de miedo. Como un acecho que amenaza desbordarse. Como un péndulo que oscila entre el monstruo y la desidia. Como la cola de entornado que se acerca o que se aleja. Como un sobresalto de temblor en pleno sueño. Por eso necesito estar alerta. Prestarle más oídos al  rugir de mis entrañas. A los contornos del abismo. A los abismos sin retorno. Aún así, por momentos me supongo suficiente. A salvo de caer en esa lejanía absoluta que implica la locura. Esa ausencia sin tiempo que trastoca los confines y que mutila lo posible. Que vuelve ajenos los entornos y los eclipsa de sustancia.
El mundo quizás sea una rueda y la vida en él tenga un propósito que no comprendo. Quizás sea una pequeña luz que por un momento nos alumbra aunque revele formas grotescas y difusas. Tal vez sea una selva con fieras disputándose la subsistencia. Una rutina de caimanes. Darwin y Dios lo siguen discutiendo. O, a lo mejor, sea sólo imágenes mentales de un cerebro sin escrúpulos. Un presidio perdido en el cosmos donde se cumplen condenas por culpas pasadas e imprecisas. El borrador de un mundo bueno rescatado del tacho de basura.
  Mientras tanto yo. Acá yo, Severiano Díaz, existiendo.