Repentinamente volvió de un sueño en el
que caminaba por un bosque frío en busca de algo que no podía precisar; pero
que a la vez resultaba cotidiano. Algo imperioso, insustituible.
Algo lejano. Lo confundió el regreso brusco. Ese gusto a noche opacándole la
boca. La inexactitud de ese momento ambiguo que aparece al despertarse. Pensó
que el frío no era del bosque, sino de aquella mañana que se le metía en los
ojos y lo obligaba a apretar aún más sus párpados cerrados. Intentó adivinar la
hora por la luz que entraba por la ventana. Se dio vuelta y hundió la cara en
las almohadas para mantenerse a salvo, un rato más, de la búsqueda agobiante
que lo perseguía hasta en el sueño, de la soledad de aquel invierno que parecía
durar para siempre, total son las vacaciones. Quiso volver al sueño y al bosque
pero no para seguir buscando aquello que ese despertar abrupto le quitó de la
memoria; sino simplemente para caminar. Para quedarse en el remanso de la cama
y el follaje y evitar así el vértigo de la búsqueda constante. Para que la
brisa le inunde los pulmones de magnolias y pelusas. Para alejarse de la
insatisfacción que lo obliga a deambular siempre incompleto. Siempre en
pedazos. Siempre fragmentos entre el ruido.
Entonces se abandonó por un instante.
Sintió placentero el peso de las frazadas sobre su cuerpo de costado y notó
como sus piernas desaparecían lentamente. Como lentamente se alejaban de él los
brazos, la espalda desnuda frente al frío, hasta ser sólo una cabeza. Un punto
sólido apoyado en la almohada, su cabeza era lo único de él que todavía era
suyo y no del sueño como el resto de su cuerpo que ya no le pertenecía. Su
parte inclaudicable. La síntesis de su tormento. Su propio símbolo, el resumen
de sí mismo bajo el haz de luz que avanzaba a través del vidrio y dividía
la habitación en dos penumbras. Y después de un rato ni siquiera eso. La
claridad del bosque que ya no era un bosque sino una ciudad con grandes
edificios. Ruidos de motores. Voces estridentes y algo que huye y se revela
serpenteando en las veredas. Miles de ojos sin mirada acompañaban su andar
lento por unas calles sin misterio. Tuvo un instante de calma y hasta llegó a
disfrutar del rumor de las bocinas. Del sol tibio del invierno bañando los
frentes de las casas y de la patética visión de los cables de alumbrado
atravesando las copas de los árboles. Lo reconfortó el olor de siempre de esa
ciudad desconocida; pero a poco comenzó a sentir la prisa. La angustia
inconfundible de la búsqueda empezaba, otra vez, a crecerse dentro suyo. A
nacerle desde un hueco en el estómago y aflojarle las rodillas. Esa inquietud
desesperada que convertía su cerebro en una lava incandescente, que, a la vez;
lo impulsaba y detenía. Que llenaba de esperanzas sus zozobras, que teñía de
pesar sus alegrías. Como unas garras de tigre tras las rejas. Como puertas
cerradas que implican amenazas.
Tuvo la certeza de estar buscando algo que
desconocía por completo; pero que resultaba ineludible, como le pasaba aún
despierto. No lo sorprendió que la búsqueda se le metiera en el sueño. Que ese
rayo de tensión que lo quemaba le llegara a la mañana de la cama desde esa otra
mañana, confundida en el tiempo, atrapada en la distancia, donde un hombre
igual al que se sacude entre las sábanas no hace más que caminar huyendo en esa
cuidad de incertidumbres, para buscar despierto ahora en el sueño algo que
perdió o que jamás tuvo.
Su voluntad era la de las calles que lo
iban llevando por un rumbo ajeno a su albedrío. Una gota sobre el agua. Un
claroscuro disperso en la tiniebla en que la mañana del sueño se moría.
Todo transcurría lentamente aunque
sabía que luchaba contra el tiempo. Algo como un vértigo alojándose en su
ombligo. Rápido. De prisa. Encontrarlo ahora y volver al cuerpo que dormía.
Desaparecer de esa ciudad que comenzaba a acelerar sus latidos con la falsa
certeza de los sueños, amparado en la calma del hallazgo. Un tesoro
incalculable e indefinido. Una llama diminuta protegida de los vientos con las
manos. Pero sin embargo era el degradé de la cuidad a esa hora indefinida de la
tarde que cambia de colores las esquinas. En el cielo, nubes grises. Una sombra
en fuga en el desierto.
Y con la noche la angustia del misterio.
Entonces caminar. Caminar a prisa. Correr sin pausa ahora que se escuchan a lo
lejos las bocinas de los trenes. Malgastar la libertad empeñada al ingresar al
sueño para vivir una vida igual a la que tenía cuando estaba despierto. Con la
búsqueda infinita que le deja el alma en vilo, que le pone el corazón en carne
viva. La búsqueda constante de un cuerpo en una mente que quisiera dormir
dentro del sueño, como ese otro cuerpo que duerme de costado y se retuerce en
una mañana inexistente. Instalado en un tiempo contrario y paralelo en el que
su fugaz quietud traspasó la angustia al sueño. Lo inundó de sobresaltos y lo
colmó de sucesivas agonías. Porque el que se agita en la mañana de la pieza y
de la cama es el mismo que en el sueño se desvela y no descansa. Que camina a
tientas por una ciudad desconocida que le oculta los contornos. Un lugar sin
tiempo en el que la única certeza es la duda, el único presagio, la tormenta.
Correr, correr ahora que todavía no
estallaron esas nubes grises contra el cielo de granito y las primeras gotas
comienzan a caer furiosamente y son un sudor que le pega la almohada contra la
cara y lo sofoca. Los latidos se aceleran. Lo invade un calor lejano y se
destapa en la mañana, mientras corre bajo la lluvia de la noche. Se lleva una
mano al pecho que ya tiene sobre su brazo adormecido. Corre con fuerza; pero
sus piernas se le enredan en las sábanas mojadas. Lo persiguen. Debe huir. Debe
refugiarse en el cuerpo que se debate en la mañana. El buscador es ahora
buscado, perseguido. Puede oír sirenas a lo lejos. Adivina linternas y
sabuesos. Uniformes. Corre con furia; pero no consigue movimiento. En la
esquina de su casa los bomberos. Accidente. Gritos rebotando en las paredes.
Buscar una salida, un atajo entre la noche del sueño y la habitación iluminada;
pero de inmediato la calle se termina. Un alambrado viejo y un tren detenido en
la vía muerta. Un rectángulo transparente. Acechan los truenos. Rayos dibujados
en el cielo. Sus ojos que se abren a intervalos, luchan contra los cuchillos de
luz que los perforan. Con cada relámpago le aparece un pedazo de ventana. Debe
trepar, subirse como sea a la última posibilidad de la mañana, a las frazadas
por el piso, a su cuerpo que vuelve a ser su cuerpo nuevamente. Luces de
relámpagos en los ojos que se abren hasta que comprende por completo la ventana
y también la pared de la escalera. Ha dejado de llover; pero su cara está
mojada. Un suspiro de alivio y las imágenes sueltas desprendidas del la noche y
de la lluvia lo depositan en la rotunda claridad de la mañana. Recibe en los
pies descalzos el frío brutal de los mosaicos. Se abriga de pantalones y
bufandas. Hay todavía un dejo de noche en su garganta. Un sabor de abrelatas.
Un resto horizontal de colchón en su mirada. Intenta recordar con más detalle,
acercarse al sueño que se desvaneció con los primeros nubarrones; pero la
imagen es difusa. Le queda sólo la prisa alojada en su sangre a borbotones y
ese agujero tenaz en las entrañas. La certeza fatal de que la vida se acaba y
no le alcanza. Tiene que refugiarse en la silueta inexpresiva de este lunes sin
trabajo. Meterse en su rutina de alcauciles y macetas. En su incierto pedazo de
mundo metido en un universo desprolijo. Como un engranaje roto de una máquina
imperfecta. Como una gota de agua sobre el agua.
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